El viento mece las ramas. Ramas jóvenes, verdes, flexibles, llenas de vida, con brotes recientes de la impaciente primavera.
El viento revuelve el cabello de la niña que juega sentada sobre el cesped. La niña que grita y canta, que habla, pregunta y no calla. El sol acaricia la piel de la niña inquieta y llena de energía, energía concentrada en un cuerpo diminuto. La niña juega, ajena a la adultez, sentada sobre la mullida hierba en un mundo infantil, un mundo para los niños.
El sol comienza a ocultarse, cae la tarde en esta apacible tarde primaveral, y el viento se enfría al perder la cálida ayuda del astro. Las sombras se alargan hasta fundirse en una única sombra llamada noche. La niña no se inmuta, continúa jugando, sentada, sin frío, sin extrañeza, la niña es feliz en aquella pradera, en aquella repentina primavera.
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