jueves, 28 de agosto de 2008

vacaciones de verano

Desde lo alto de la torre, se atisba el paisaje. Vemos el mar. Vemos las pequeñas ondas que erizan su lisa superficie. Desde lo alto de la torre vemos la impertubabilidad de las aguas centenarias del mar.
También vemos pescadores. Jornaleros que ganan el pan lanzando redes y anzuelos para recoger los tesoros que esconde el océano. Pescadores tan pacientes y serenos como su fuente de abastecimiento.

A lo lejos se ve otra torre, una torre de piedra y sal, construida por el mismo mar que la quiere derribar. Es una torre grandiosa con estancias decoradas al estilo de Anfítrite y con vistas al imperio de Poseidón. Salones luminosos electrificados por el azul de este lugar.Y el tesoro mejor guardado, una pequeña joya en la que gozar. Con aguas cristalinas y límpidas, refulgentes aún en días nublados, aguarda una pequeña cala. Rocas que se desmenuzan en fina arena y mullidas camas de algas para reposar. Esto son las habitaciones privadas: silencio, intentemos no molestar.

Pues nada chicos, aqui he pasado mi verano, hotelazo de lujo, ¿qué no?

viernes, 15 de agosto de 2008

un sueño

La situación era perfecta. Los muebles. La música. La comida y la bebida. La gente era fantástica: sociable, agradable, educados, amables, con dosis equivalentes de dulzura e ironía. Mi vestido era espectacular, de seda negra, entallado, con un escote que dejaba entrever y unos taconazos que ensalzaban mi figura. La escalinata por la que bajé y los rostros que besé. Los comentarios compartidos y el tintinear de las copas en los bridis espontáneos. Todo era perfecto. Todo era demasiado perfecto. Pensé que era fantástico y lo estropee. La luz se apagó, pero algo deslumbrante nos iluminaba desde la cocina. Una gran llamarada se asomaba por la puerta oscilatoria. La gente tan perfecta se asustó, olvidando los modales, y como una manada enloquecida comenzó a correr hacia algún lugar que a mi no me parecía la salida. Y yo corría, en pos de ellos, guiada por la locura de la estampida. Sin embargo, y pese a la confusión, pude apreciar la magnificencia del fuego que acababa de escapar y comenzaba a invadir el salón. Las llamas se elevaban hasta el techo abobedado que nos cubría. El humo ennegrecía las flamantes pinturas y las paredes de estuco que los sostenían. Era un fuego silencioso y aterrador. Era un fuego frío sobre la madera caliente del parqué. En la calle, a lo lejos, se oía la sirena insistente de los bomberos, cada vez más cerca, más cerca, más cerca...hasta despertarme. Fue un sueño increíble y... perfecto.

jueves, 7 de agosto de 2008

Súplicas al mar

Súbitamente, cuando el mar se negó a concederle la calma largamente suplicada, la mujer se puso en pie:

- ¡Lo necesito! – gritó rasgando el aire con sus palabras

El viento dejó de soplar. Las nubes, expectantes, se detuvieron.

- ¡Necesito un descanso! ¡Necesito que me dejes pensar! – continuó la mujer con un volumen que disminuía al quebrársele la voz antes de salir de la garganta.

La mujer calló, pues todos estaban atentos excepto el mar que continuaba imperturbable con su vaivén melódico e hipnótico. Todos atentos, pero ninguno entendía excepto el mar, que muchas otras veces lo había vivido. Siempre la mujer clamaba, un día por ser deseada y al siguiente, por ser liberada. Siempre la mujer clamaba por obtener una alternativa que no existe, un término medio no definido. Siempre la mujer intentaba engañar al mar con hábiles tretas y juegos de seducción para no caer rendida. Siempre sus resultados eran vanos pues las aguas de la orilla devolvían los intentos con el doble de intensidad y siempre, la mujer, terminaba muriendo de amor arrodillada frente a una gran ola que chocaba estrepitosamente en la tibia arena.

- He soñado un futuro idílico que no conseguiremos. He soñado una vida feliz. He soñado que su sonrisa solucionaría mi vida. Pero tú y yo sabemos que no es cierto. Por eso te pido, una vez más, que dejes que todo termine, que me dejes disfrutar de la soledad.

Una vez pronunciada la última palabra la mujer se dio cuenta del error que acababa de cometer: ella no anhelaba la soledad. Pero el mar también lo sabía, pese a lo que se empeñara a gritar, no deseaba la soledad. La mujer sabía lo que aquel fallo podía significar pero no estaba dispuesta a renunciar a la ilusión de la libertad. No podía dar marcha atrás con excusas.

- Me concediste un deseo, el deseo de la felicidad, pero yo no estoy preparada, el sentimiento es demasiado para mi insignificancia, no lo ves, no soy más que una mota de polvo comparada con tu inmensidad.

Siempre aludía a su inmensidad. El mar sabía, era viejo, no se dejaba engatusar pero era cierto que era inmenso, incontrolable, majestuoso, dueño de las pasiones, dueño de las locuras. Pero no se dejaba engañar. La mujer siempre utilizaba la adulación para conseguir sus propósitos. El mar sabía de las tretas de la mujer. Pero aunque no supiera, no podía hacer nada.

- Es un torbellino que agita mi ser. No puedo dejar vagar mi pensamiento sin que su imagen se cuele por entre los recovecos de mi mente e intente tentarme con un encuentro fugaz. No soy capaz de soñar sin soñar con él. No soy capaz de vivir sin estar con él. Necesito descansar, por piedad, necesito descansar…

Totalmente envuelta en lágrimas, la mujer cayó arrodillada, temblando, sobre la blanda arena, frente a la espuma que perezosamente se entregaba al seno del mar del que había nacido. Totalmente envuelta en lágrimas la mujer comprendió, al fin, la naturaleza de las cadenas que la ataban. Comprendió, al fin, que no era posible liberarse. Comprendió, al fin, que estaba condenada a enfrentar a diario una pasión arrolladora que consumiría su vida se entregara, o no, a ella.