martes, 24 de marzo de 2009

cómo cambian los cuentos..!

La hermosa princesa va de incógnito. Viste unos viejos vaqueros y una camiseta pasada de moda. Camina por Gran Vía con el bolso bien aferrado contra el pecho mientras observa atentamente a todos y cada uno de los transeúntes con los que se cruza. La princesa es morena, no castaña, morenaza, con una melena larga y salvaje que le oculta parcialmente el rostro cuando camina deprisa. La princesa sigue moviendo los ojos rápidamente de un rostro a otro, no vaya a ser que..., frunciendo los labios cada vez con más fuerza, en un gesto extraviado entre la rabia y la resignación.
Las delicadas manos empujan una desgastada puerta que chirría ligeramente al abrirse. Entra esperanzada en su local favorito. Sabe que allí verá al príncipe, un segundo o dos, antes de que sea arrastrado por su comitiva hacia lugares lejanos a los que ella cree que, por ser princesa, no puede ir.
Le ve, apoyado en la barra, sujetando un tercio con sus manos principescas. Se acerca y saluda. ¿Qué tal todo? Bien ¿y tú? Bien. Oye, podríamos quedar un día de éstos, se lanza ella al fin. Sí, vale, llámame.
Acurrucada en el mullido sillón del salón de su casa, la princesa busca de manera compulsiva el teléfono del príncipe en la agenda de su móvil. Con todo el cuerpo vibrando, aprieta el botón de llamada. Hola ¿qué tal? Te llamaba por si tenías un huequillo esta tarde...¿Hoy? He quedado. ¿Y mañana? Vente el sábado, he quedado con los colegas.
Delante del espejo, la princesa observa sus curvas perfectas realzadas con el vestido negro de punto que lleva puesto y las botas de taconazo. Delante del espejo, pregunta en voz alta si está hermosa, si conseguirá que el príncipe se fije en ella al fin. Delante del espejo suspira.
Caminando con paso firme desde Callao a la Puerta de Sol siente cientos de alfileres clavándosele por todo el cuerpo, parte son debidos a los nervios, pero la gran mayoría sabe que son por las miradas golosas de los hombres, de toda condición, con los que se cruza en la calle abarrotada. Se yergue, más y menos segura, mientras acelera el paso: la aguja del reloj está a punto de alcanzar la media. Allí está el príncipe, rodeado de bufones y siervos, de nobleza y clero.
Todos la saludan y la aceptan, excepto él, que tan sólo derrama lentamente su mirada verde acuosa sobre ella. Hola, se aproxima casi al final de la noche. Hola, responde él lacónicamente. Ha estado bien, ¿no? Si...oye, esquiva él, hoy me tengo que pirar pronto ¿por qué no...cazas al dragón...recuperas la reliquia perdida...buscas la hierba curativa mágica...o...nos vemos otro día? La princesa le mira y sonrie. La princesa se pregunta porque puede tener a cualquier hombre menos a él. Como una visión fugaz la princesa, quién es sabia, ha viajado, ha conocido, ha leido, comprende: El principe tiene miedo de que si ella le besa se convertirá en rana. Al fin se gira, valorándo si darse por vencida o ir a cazar al dragón, mientras contiene la carcajada más liberadora de su vida. La carcajada que la libera de la necesidad de buscar al príncipe azúl que no existe porque, al fin y al cabo, ella ha demostrado ser más valiente.

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